Este uno de octubre nadé en el mismo mar en que nadé, en mi otro país, solo en
verano. El uno de octubre solía estar más ocupada. Demasiado ocupada a veces.
El del año
diecisiete fue emocionante. Tenía a mi sobrino en casa y alucinó la noche
anterior con los sonidos que se oían alrededor de la plaza Sant Jaume, además
de con los lugares para comer que mi sobrino estaba descubriendo. Era
emocionante la música de los balcones, los cánticos o las caceroladas, por
mucho que después todo quedará en aguas de borrajas. Al día siguiente, el mismo
día uno, él salía para Alicante en un tren desde la estación de Francia, la más
romántica de la ciudad. Me acompañó al colegio electoral. Y fue otra
experiencia La gente se agolpaba a la puerta. Algunas familias venían diciendo
que en su colegio habían empezado a haber pelotas de goma y venían a votar al
nuestro.
Consensuadamente,
dejaban entrar a las personas mayores antes. Hacían un corredor para que
saliera cada una y después le aplaudían. Una fue mi vecina de abajo. Recuerdo
que una actriz que vivía en el barrio llegó y dijo, «no iba a votar, pero hoy
voto, aunque ya no trabaje más en Madrid». Esta misma actriz fue la que se
ofreció a tomarnos una foto a mí y a mi sobrino. Tuvo que desechar la primera
porque salía ella, ya que lo teníamos puesto en modo selfie. Una
anécdota y una foto memorable.
Al final decidí
acompañarlo caminando hasta la estación de Francia, diciendo que ya votaría
luego, no tenía prisa. Y sí que voté, voté que sí, igual que hiciera aquel
nueve de noviembre, cuando tampoco pensaba ir a votar, cuando era menos
verdadera la votación, que pensaba votar en blanco, pero también al ver el
ambiente pensé que sí, que votaba que sí. Ese ambiente, esa gente, esas
personas mayores, esa ilusión.
Me gustaba la
gente de mi barrio, me gustaba la gente de mi ciudad y de mi país. Para mí era
un país, para mí es un país. Un país sin estado, digan lo que digan. Por
mal que vaya, siempre he visto que va mejor que el resto de España que conozco.
Por mal que vaya, siempre me gustará más la cultura, la gente, la cultura de la
gente.
El treinta de
septiembre, en este caso, fue bonito porque fui a caminar por la playa, esa
misma playa en la que nadé este uno de octubre, solo para desfogarme, para
escaparme de mi vida, que era una obligación continua. Salí el treinta para
caminar rápido. Me monté una ruta que tuvieran cuarenta y cinco minutos, porque
no podía seguir engordando. Al subir desde la playa, casi ya en la carretera,
al finalizar una barandilla, en un trozo de piedras grandes y
matojos, vi un erizo, un erizo precioso. Nunca había visto uno en directo. Me
paré y dije, como una niña, juntando las manos: «Oh, el erizo, qué bonito el
erizo. La elegancia del erizo».
Y recordé el
libro, que leía precisamente en esta o la otra playa, porque las arenas son
todas iguales y mi mente está arenosa. Y recordé la película. Recordé cuando
Julia me dijo que ese libro le recordaba a mí. Quizás la portera protagonista
le recordaba a mí. Cuando yo leí libro ni sabía lo que acabaría pareciéndome.
Cuando vi la película por segunda vez, esa mujer me recordó a mí porque tenía
mi misma edad. Porque sí, porque definitivamente mi profesión ideal en aquel
momento era la de portera. Se riese quien quisiera reírse. Portera culta que
lee. Y pensé todo esto en un instante. Pensé que ya no podía ser portera porque
no vivo en una ciudad grande y también pensé que quizás algún día pueda serlo,
quizás algún día pueda volver a la ciudad grande, quizás pueda ser portera
tranquila o algo mejor, y se me erizó la piel.
Y no recordaba
en ese instante que la joven del libro era en principio una suicida. Otro libro
con una suicida. Como ese algo que yo podría escribir sobre tres mujeres
suicidas, un hombre que no quiere vivir y un hombre que se aferra la vida.
Y la desgracia
con esperanza «Lo que importa no es morir, sino lo que uno hace en el
momento en que se muere».
Unas semanas
antes, después de unas lluvias, era una entre tres personas a lo largo de la
playa central, que me caminé descalza. Aquel día lo más bonito fue, al
principio, el agua tan clara que pude ver un pececito en la orilla y, al final,
un gran arcoíris perfecto, el más grande que haya visto jamás porque aquel era
el lugar más adecuado. Y me alegré de haber bajado.
El día uno,
entonces, no tenía plan de ir a nadar. Estaba un poco nublado, pero tenía que
lavarme el pelo (siempre tan práctica) y decidí de sopetón aprovechar, coger la
mochila y largarme a la playa. Ni siquiera usaría bikini. Usaría el sujetador
que llevaba, dado de sí, con estampado de leopardo y unas bragas
negras también viejas. Me metí en esa agua de buena temperatura y oleaje que
otras veces me echara para atrás. Y hundí la cabeza y nadé hacia delante, en
retroceso, para un lado y para el otro. No hice el muerto como otras veces. Me
moví, me moví y me moví. Disfruté del agua, disfruté de la falta de gravedad.
Pensé en un
momento que estaba llegando demasiado lejos y pensé que no haría como la
protagonista de The Bell Jar. La había leído hacía poco en inglés.
Sylvia Plath, La campana de cristal. Pensé en cuando ella hablaba
sobre sus múltiples intentos de suicidio, que uno de ellos era nadar hacia el
fondo hasta cansarse mucho hasta que tener la certeza de no poder volver.
Yo no, yo
quería volver y disfrutar. Y miré a mi alrededor y vi esa playa. Esa costa en
forma de media luna, distinta a la que veía en mi gran ciudad que me gustaba
mucho más. Los símbolos de la playa de la Barceloneta tenían más poder, la
media luna era más grande.
Miré y seguí la
trayectoria de un avión que quizás un día me pudiera llevar a cualquier otra
gran ciudad, grande pero vivible. Esta era más acogedora, estaba bien allí y
podía nadar con muy pocas personas alrededor un uno de octubre cualquiera y
pensé que sería como un baño renovador, quizás en el que recobrara la libertad
interior.