22/11/09

Y cortó con estilo

Sentada en la barrita delantera del bar gracioso de la calle Vaya Cuesta, como en un escaparate, viendo a la gente que pasa. También a la gente que entra. Ha dudado entre pedirse el cóctel en tamaño normal o en una copa de vino (ponen cócteles grandotes en la happy hour).

—¿Te lo hago flojo?—pregunta la camarera.

—Me preocupa, más que el alcohol, el volumen—de hecho, el alcohol lo necesita.

Al final va a ser cóctel tamaño normal, y espera que de fuerza normal.


La charla de los traductores ha acabado más de una hora antes de la hora fijada para la cena. No puede estar plantada mirando a los demás o en un grupito fingiendo que le interesa la conversación. Más que nada porque no sabe (ni quiere) fingir. Pase, mientras saludaba a los que no van a la cena (alguna a quien tenía que haber reclutado, ahora lo sabe). Luego, ha buscado este sitio que sería su salvación durante media hora. O más.

Un año o no se sabe cuántos meses antes, se rajó. Se fue del restaurante. Por la razón equivocada. Muy equivocada. Una razón que le sirvió de excusa para perderse otras cosas que le hubieran servido de algo en la vida. Hoy se quedará aunque se equivoque. Porque ahora hará lo que tiene que hacer en cada momento. Dirá lo que hay que decir. Declarará su independencia.

El tequila sunrise sabe a aspirina infantil. Por la granadina. No había zumo de arándanos para el cosmopolitan. Mejor. Zumo que sabría a bote. Mejor la aspirina. Las chirimoyas, por cierto, saben a otra medicina de la niñez: a aquel jarabe blanco resultante de la mezcla de un líquido y un polvo. Jugar al químico era el mayor atractivo del jarabe, mayor que el sabor. No el Benadryl, que era el rojo que sabía aún mejor, quién sabe si a algún licor que no conoce aún, o a zumo de arándano.

Pero no jugaba con el Quimicefa.

Y piensa, mientras bebe y observa: ¿Qué coño tanto tiene que hablar la gente? Qué pesadez con el aislamiento del traductor. Por dios, cuando se desaíslan son sacamuelas, por lo que se ve. Ella no es excepción, sólo que a ellos no los conoce, o no le interesan, o no les interesa. Ergo no les habla. Habla mucho en general, eso sí, aunque lo está dejando. Y lo más importante, le encanta estar sola también y no hablar. No hay niños corriendo por su casa, y no necesita mil respuestas a una pregunta simple.

Sólo un día más tarde, un jueves, habían pasado tantísimas cosas. Era casi medianoche, la misma hora que el día anterior al finalizar la cena, moderadamente divertida e informativa, y perfectamente inocua gracias al cóctel. Esta noche de jueves no hubo cócteles para paliar dolores. Sólo hablar con su mejor amiga (posiblemente la mejor amiga del mundo, que diría el anuncio), inaccesible casi siempre pero no hoy, que le detuvo el llanto y hasta le provocó la carcajada.

Antes de eso, había estallado a llorar amparada en la excusa de una película, sí, bastante triste. No la más indicada para el momento, pero conveniente para llorar impunemente en público. Se había estado reprimiendo desde las dos y media de la tarde exactamente, cuando se bajó del taxi tras definitivamente romper con quien a ella le había roto la cadena molecular del ADN de su personalidad. No había llegado a salir de la manzana, y el propósito de salir a comer fuera (y sola) seguía firme. No tenía qué cocinar ni ganas, pero sí hambre. Eso fue a las dos, justo antes de que él llamara y anunciara que vendría a recoger los papeles que le había pedido, a primera hora, que imprimiera como favor. De otra larga cadena de favores.

***

Caminaba en dirección a su casa debatiéndose entre subir y echarse a llorar a todo volumen, como en los viejos tiempos, o caminar un poco más y entrar en ese restaurante chino donde no hubiera jamás entrado en otras circunstancias. La idea a las dos menos cuarto era ir a uno más lejano pero bueno. Ahora, con menos tiempo y ojos llorosos, el restaurante que siempre le pareció malo era perfecto: no había mucha gente. No había mesas individuales, y se sentó en una tira de tres mesas, la más cercana a la puerta. Otra chica solitaria se sentó en la mesa del otro extremo de la tira, para luego mudarse hacia adentro al sentir el biruji que entraba. Los camareros un poco antipáticos. Una chica pelaba patas de pollo en una mesa al lado de la barra. La salsa agridulce era sólo agri, igual que la soja, y el vino era agua.

Perfecto. Otra vez mirando hacia la calle, a las luces y las sombras tras las puertas de cristal esmerilado. La tele con programación en chino era también ideal. El tono de los anunciantes de los próximos programas, el tono de todo, era igual que el de la televisión americana. Una cosa que aprender del día. Como en el bar del cóctel, haciendo tiempo mirando al cristal. La mañana había sido lluviosa y ahora salía el sol. Salió unas cuantas veces mientras comía. Y sólo eso: comer, vistazo a la puerta, vistazo a la tele. Despacio. Pudo con todo y ni se sintió llena.

—¿Quieres café?

—No.

—¿Helado?

—¿Has dicho helado?

—De chocolate…

—De chocolate. Hoy es día de chocolate.

***

Qué bueno estaba el chocolate. Como las trufas de la cena de la noche anterior.

Pero por la mañana, cuando él la había llamado al timbre para invitarla a tomar un cafecito «aquí abajo» (y para no perder la tradición, pedirle que imprimiera aquel documento que él no pudo abrir), ella pidió un croissant de crema.

—¿De crema? —la miró extrañado—, ¿qué te pasa hoy?

Normalmente era palmera de chocolate. Hoy no. Un croissant de crema que hacía juego con las legañas que apenas había podido deshacer.

Tanto se entretuvo en el chino que no pasó a tomar un buen cortado. Directa a casa a ver su culebrón favorito, que siempre veía (oía) mientras hacía cien cosas más. Hoy tampoco. Hoy tocaba emborracharse de sonidos e imágenes, acostada en el sofá. Luego, atendería un poco de trabajo urgente. La responsabilidad era su fuerte. Después, se volvió a acostar en la cama, a descansar y a esperar una llamada de trabajo o la hora de ir al taller de voz, lo que sucediera antes. Así, seguiría la borrachera con ejercicios de respiración, voz, y canto. Y se encadenaría con la película de drama social.

***

A las doce de la noche del miércoles volvía a casa tras la cena con una sonrisa en los labios. Un joven indio que intentaba ligar inició una conversación surreal que le sirvió para ya no sonreír sino reír durante el trayecto. Como se rió también (espaciando llantos) este mediodía hacia las tres menos cuarto, cruzando la calle hacia el chino, al recordar las palabras del hombre, minutos antes. Cualquier grupo de palabras de esas que pronunciaba con total convencimiento y seriedad, que ella se creyó a ratos y, a momentos, le desconcertaban por insólitas.

Que le «disfrazara» la razón de la ruptura, tuvo valor de decirle.

—No me apuñales así.

Apuñalarlo era decirle que estaba harta.

—No me digas que me aprovecho de ti. Dime «mira, te quiero, pero me haces daño, etc.»

El que un día le diera instrucciones de no enamorarse, ahora le daba instrucciones de cómo romper con él. Impresionante.

Ese lunes, justo antes de que él la llamara para invitarla porque «le sobraba una dorada» (o sea, la atraería a su casa, y otra noche más ella sentiría que no debería) había comprado dos rotuladores: quería el plateado, pero cogió también el blanco. Por deseo antiguo. No sabía para escribir sobre qué papel oscuro le serviría, pero lo quería. Se quedó con los dos. Plata y blanco. Cogió también un perforador para hojas que hacía agujeros en forma de corazón, y las cosas realmente necesarias que estaban en la lista y que ahora no recuerda, por supuesto.

Después del desayuno con instrucciones, y rápido porque él tiene trabajo, imprimió los papeles que suponían el favor de hoy. Ningún esfuerzo, pero pesaba sobre su persona. Remató un trabajo. Recibió una llamada para otro que sería su salvación por ahora. Atendió varios emails y exigencias de ese ordenador.

Metió las páginas impresas en un sobre blanco. Se dirigió a la estantería y cogió un gran libro de fotografía periodística y desgarrada, que a él le encantó (o hizo como que le encantaba) en una de las primeras citas, cuando siempre venía a casa de ella, seguramente porque aún no había pasado el filtro que le daría el sello de aprobación para tener el honor de llevarla a su casa. Sacó del armario un papel de regalo plateado. Abrió el libro y leyó la notita de color naranja en la que un día, hacía ya tiempo, había escrito la dedicatoria-despedida y que hasta ahora nunca tuvo cojones —ni rotulador blanco— para escribir en la página negra que seguía a la tapa dura. En la parte de atrás de esa misma hoja, con el rotulador plateado, y aunque fuera sólo por probar, escribió: I want out! Envolvió el libro con cuidado y lo metió, junto con el sobre blanco, en una bolsa también blanca de la medida de los dos paquetes. Dejaba el pedido listo para cuando el hombre tuviera un momento en su agitada vida para venir a recogerlo.

Nunca se sabía cuándo se daría ese momento, pero últimamente había mostrado un poco más de consideración con ella, avisándola con antelación de cualquier actividad en la que se viera implicada. Un detalle. Por eso la llamó a mediodía, justo cuando ella salía a comer, para anunciar que vendría por la tarde.

—¿Cuándo? A las seis tengo que salir.

—Pues esa es la hora que estaba pensando.

—...

—Espera, voy ahora entonces —y bromeaba con alegría.

—Venga, déjate de chorradas y te veo abajo —seria, harta, y cogiendo la bolsa blanca.

Las bromas de siempre y el «vamos a comer juntos» esta vez no funcionarían.

—No, no vamos a comer juntos.

—¿Qué te pasa? Cuéntame.

—Mil veces te lo he contado, ya no te lo voy a contar más —no había más que explicar, que quejarse, que entender. Tras acordar no llamarse más, le entregó los papeles que miró por encima. El libro se quedó en el taxi, dentro de la bolsa.

La dedicatoria no era ya muy oportuna. Pero tampoco fueron oportunas tantas y tantas palabras pronunciadas por él repetidamente durante el primer año de la relación.

«Un día me dijiste que no me deshiciera nunca de este libro. Pero yo creo que es justo y necesario deshacerme de él para ponerlo en manos de alguien que lo aprecie.» Como era justo y necesario romper una cadena y poner en sus propias manos las riendas.

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