3/7/13

El día de los tres asesinatos


Tres crímenes hubo.

Primero en la novela que estoy traduciendo.
Luego en la que estoy leyendo, una vez en la cama.
El tercero sucedió a eso de las 4 de la mañana en mi alcoba, en las circunstancias que siguen:

Había yo cerrado todas las puertas de balcón y ventana con cierta antelación a mi encamamiento. No recuerdo si eché spray matamosquitos ni si puse el ahuyentador eléctrico un rato mientras leía. Son precauciones que he de tener en cuanto empieza a hacer la calor, que decía el poeta. Valga decir que esta primavera ha sido fresca y el recién estrenado verano es cálido, pero refresca de noche. Los mosquitos son acérrimos enemigos de mi persona. Cuando menos te los esperas, cuando ya crees que es imposible que se puedan colar por rendija alguna o que quede alguno vivo dentro de tu hábitat de reducidas dimensiones, ¡bam!, aparece alguno de tamaño mota de polvo pero cabrón como el que más.

En esta ocasión, tras la lectura de rigor me di media vuelta en la cama y me tapé, aún con colcha, que una vez apagas la luz, tanto calor no hace. Tapadita estaba yo y a buen recaudo antimosquitos, pensaba yo, durmiendo como una bendita.

Como empecé a relatar arriba, a eso de las cuatro (que eso decía el móvil que uso de despertador cuando acabé la batalla campal), me despertó un picor familiar y un ruido que me exaspera: «meeeeeeh-eeehhh». Yo no oigo zumbidos, yo oigo un «meeeeh-eeeeh» aterrador. Cuando esto sucede, suelo insultar al mosquito en cuestión, mayormente con la palabra «cabrón». Suelo darles caza con lo que sea (incluida una paleta de las que sirven para este fin, si está a mano). O, si les pierdo la pista, como suele ser el caso, porque ya digo que son como motas de polvo, con el spray. Como motas pero con mucha energía, y que muerden con ahínco.

Esta vez lo que pasó fue que estaba yo en posición digamos fetal, de lado (difícil sería poner posición fetal boca arriba o boca abajo), y solo tenía descubierto un trozo de la espalda. Pues el susodicho mosquito me fue a morder ahí justo en la paletilla. El habón que luego vi en el espejo seguro que tenía un área de millones de veces el tamaño del atacante (millones o miles, que muy de números no es una).

La cosa es, a ver si me dejo de ir por los cerros, que fue cuestión de segundos: notar el picor, oir el «meeeee», darme la vuelta instintiva y enojadamente, y dejarse de oír el «meeeee». Cosa que me hizo pensar en que no necesitaría buscarlo, ni levantarme a por el spray. Me había vuelto casi tan rápida como mi enemigo. Tampoco me importó mucho buscar si efectivamente había un cadáver o si se estuviera haciendo el muerto para burlarse de mí. Pero sí, eché una mirada a la almohada, me levanté y eché insecticida, levemente, por si quedase algún rastro del mordedor o de otro compinche. Para mirarme el habón de la paletilla mientras se difumina un poco el pestazo a insecticida. Y claro, luego te acuestas y te empiezan a picar otras partes, ora el tobillo, ora un muslo posterior, ora otras partes poco inaccesibles a mosquitos mota. Y para volver a dormir acabas necesitando volver a coger ese libro, y haciendo la nota mental de nunca jamás ya dejar de poner el ahuyentador eléctrico, por muy cerrado y hermético que te parezca el búnker.

Definitivamente, los odio.

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