Mi padre
Hace más de tres semanas que murió mi padre. Por lo que sea, hoy estoy más
sensible y lloro a lágrima viva.
Había llorado a ratos, solo a ratos. Algunos desesperadamente; los más,
ligeramente.
En el tanatorio, cada vez que me acercaba al cristal a verlo me abrazaba a
mi madre y lloraba. Y qué raro cuando la gente decía “qué bien lo han dejado”, y tú
pensabas que no, que a ti no te gusta. Algunas personas veían lo que yo, un
abuelo de serie de la familia Monster,
más joven. Algún relleno que le pondrían en la cara que hacía que no se
pareciera a él.
—¿Cómo lo querías, más maquillado?
—No, lo quería vivo.
Quizás por eso estoy recordando estas últimas noches el día que murió. Los
días previos. Ese sí era mi padre, el mismo de las fotos de jovencito, el que
vino a darme apoyo moral cuando me operé de la hernia y, por desgracia, el que
tardó una hora y media en morir el sábado en que nos dijeron “ya está”. Ese
también era mi padre.
Mi madre y yo entramos a la visita de la 1. Lo estuvimos
cogiendo de la mano, una por cada lado, aguantando estoicamente la pena,
acariciándolo, besándolo, diciéndole palabras dulces, limpiándole el líquido
que le salía por la boca que dicen que es cosa de esa muerte. Tantos otros días
estuve acariciándolo y limpiándole las lágrimas, sintiendo cómo nos apretaba fuerte la mano, diciéndole que lo
quería, y finalmente diciéndole que dejaba que se fuera y que descansara.
Los
días antes, mi madre cada vez que se iba le pedía un beso y él se lo daba. Se
besaban en los labios. Una cosa que yo no había visto hasta que tuve veinte y
pico. Le decía, “venga, campeón, que nos vamos a casa”. Pero no pudo irse ni
siquiera a una habitación del hospital. 76 días en Reanimación. Nunca hubiera
podido imaginar aguantar todo eso. Que esa persona aguantara tanto. Ya le
podían dar antidepresivos. Una persona con 50 días en la misma postura,
intubado para respirar, que ya sabe que no va a poder caminar, y que sí, a
veces reía con nuestras anécdotas, nos hacía reír con sus ocurrencias, pero
otras veces se rendía. Quería descansar.
—Ajudeu-me.
o
—¿Voleu que menge?
Y así, arriba, abajo, todo ese tiempo. Y ese último día, las dos fuertes a
su lado, las dos emocionadas. Las enfermeras, dos enfermeras, las mejores,
grandes y humanas, una abraza a mi madre, con lágrimas en los ojos, la otra me
abraza a mí. Nos corrieron la cortina y nos dejaron con él. Nos venían a decir
ya falta poco. Una doctora pequeñita que siempre parecía tener frío casi nos
dijo el ahora sí definitivo. Ese día, esa hora y media, ya no había beso en la
boca que valiera, pero fue la primera vez que oí a mi madre llamar “amor” a mi
padre. Y me gustó. Las dos y media, del 23 de julio, cumpleaños de mi hermano.
Esta noche he recordado el tener que salir de allí, que lo van a preparar.
Esperar afuera al hombre que viene a arreglar no sé qué papeles. Y las enfermeras dicen que lo van a sacar, por si nos queremos ir a otra
parte. Pero nosotras no. Nos quedamos. Y lo vemos pasar en la misma cama bajo
una sábana. Y aguantamos.
Y salimos con el hombre de los papeles y vamos a los ascensores. Mi padre
en el otro ascensor. Qué raro es todo. Qué duro, qué impotencia.
Y qué fuertes porque no hay otra.
Y pensar que esa tarde hicimos todo el papeleo del funeral mientras mi
hermana venía con el coche. Fuimos al piso donde alquilábamos una habitación y
recogimos todo. Fue para mí una sorpresa. Yo pensaba que volveríamos en unos
días, pero mi madre, práctica como ella sola: “No, yo no tengo ganas de volver
en unos días”. Hicimos nuestros bultos. Ropa, enseres, hasta comida, y parecía
que habíamos vivido allí un año. Casi no cabe todo en el coche. Y fuimos
capaces de hacer “la mudanza”, de dejar aquella casa ordenada y todo
desperdigado por nuestra casa. De vestirnos e irnos al tanatorio. Tarde.
A las 9 y media de la noche de un sábado. Con amigos de mi padre de la
juventud que casi nunca lo veían pero estaban ahora como en shock. Recuerdo a
uno, quieto, con la mirada perdida, apagado, no se atrevió a verlo tras el
cristal.
“Cuánta gente lo quería”, decía mi madre. “¿No lo sabías, boba?”, le
contestaba mi tío.
Ahora, lo tengo asumido. Obvio que sé que no está, que no está. Pero a
veces quisiera no creerlo. Me parece imposible. Me parece injusto y digo que no
quiero, no quiero y no quiero.
Pero no volverá.
Lila
El otro día mi madre me cuenta que nuestra perra, Lila, está muy quieta y
muy triste, que mira hacia afuera, o se queda quieta dentro de casa. Yo ya lo
vi los últimos días que estuve. El otro día fue a comer allí un primo de mi
padre que nunca se le pareció mucho, pero al final todos los de la familia
cuando son mayores son parecidos, calvos con pelo blanco y las cejas con los
pelos tiesos. Igual Lila se acordó y pensó, ¿y el otro no volverá? Y aún
espera. Porque una vez que llegamos en coche mi hermana y yo, nos vino a
recibir, vio que lo que salía del coche no le interesaba (antes me hacía unas
fiestas tremendas cada vez que regresaba de Barcelona), y se fue a husmear por
el trocito donde mi padre hacía sus “pasteradas” de cemento para sus jardineras
y pequeñas obras varias.
La noche del funeral, mi hermano se coge una bandejita con la cena y va y
se sienta en el sitio del sofá que era el de mi padre. Lila se pone a sus pies.
Levanta la cabeza y lo mira, triste. Mi hermano le dice:
—Qué passa, Lila, no
està el iaio? No està, pobreta, no està.
Y ella se quedó con la cabeza gacha.
Mi hermano recoge las cositas de la bandeja, y se levanta con lágrimas en
los ojos.
—Ja s’acabat el sopar.
Y se sentó en el otro lado.
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Así se quedó la animalita |
Mi madre
Entonces mi madre, sigo lo de antes, me dice que coge la foto de mi padre
(¿una reciente, no? Sí, mujer, la que está contigo –hace dos años) y le dice a
Lila:
—El iaio ja no pot
vindre, ¿saps? No pot.
Y luego me dice a mí:
—Serà possible, que fins
i tot a la gossa he que consolar jo? I a mí que ningú em diga “pobreta”?
Sí, mama, yo te lo he dicho. Uno de los primeros días tras la operación,
cuando había supuestas esperanzas, pero no. Estábamos en un sofá. La pareja
invitada de Barcelona en el otro sofá, observándonos. Ella me pasa la mano por
el hombro y dice:
—Pobreta.
—Pobreta jo?
—Ai, és veritat, jo
també!
Y las dos nos quedamos abrazadas y empezamos a reír y llorar a la vez, de
lo ridículo de la situación.
Esa es mi madre y cómo la quiero. Lo he dicho muchas veces y lo diré
siempre. Y cómo la admiro. Y lo fuerte que es. Y sí, pobrecita ahora, porque es
muy duro para ella. Pero es fuerte y práctica y tiene un par de ovarios, desde
siempre, ya lo he dicho otras veces. Cuando se rajó ese puto aneurisma, cuando
volvimos a casa después de la operación, lo primero que hizo fue acostarse en
la cama de mi padre. Mujer lista, aunque fuera por instinto. Así no vería su
cama vacía. Cuando yo estaba me acostaba en la cama de al lado. La de ella. Mis
hermanos llegaron a decir que me fuera yo ya a mi cama, no fuera que se
acostumbrara (después de la muerte). Por dios, que es mi madre, y son momentos
delicados. No es un bebé que tenga que educar. Ella sabe lo que se le viene encima.
Yo ya me mudé a mi otra cama. Y ahora estoy en mi casa. Pero no me arrepiento
de haber estado con mi madre ni un solo momento. Cierto que hubo momentos en
que me sacaba de quicio. Día y noche con la misma persona, es normal. Nunca había aguantado yo
tanto compartiendo espacio con nadie. Tan a gusto. Porque ella y yo nos podemos
reír en toda circunstancia. Y sabemos premiarnos y alegrarnos la vida en la
medida de lo posible.
—Un geladet, per
refrescar-me la consciència.
Era la forma de hablar de mi madre, no que tuviera nada que reclamarle a su
conciencia.
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Foto simple que me provoca la mayor de las ternuras. |