Microrrelato 2
Piso pequeño.
Para suicidarme con butano no necesito meter la cabeza en el horno ni que me quede en la cocina.
Si cierro las puertas del baño y de la sala, y dejo abierta la de la cocina y la de mi cuarto, puedo echarme en la cama tan ricamente. Y funcionaría.
Venezia en la oscuridad (100 palabras exactas)
En el baño del bar Venezia, un cartel pegado en la pared dice (no sé si refiriéndose a la luz o la cisterna):
“Sé ecológico/a”;
y alguien ha añadido debajo a boli:
“e, o, u, a, sí, hola”.
Y me quedo sin luz de tan ecológica que soy y ¡ay, que no sé donde está el interruptor (por lo visto un piloto luminoso no es ecológico), ni por qué lado se abre la puerta! Qué mala la oscuridad total. Por allí palpando a uno y otro lado, joder, hasta que encuentro no sé si el interruptor o el pestillo.
Lo que transpira
No se sienta; creo que cree que no se lo merece. He visto la escena otro día. En la cafetería de la panadería, pide en la barra un croissant y un café con leche y se queda allí lo justo para tomárselo. Apenas se apoya en la barra siquiera.
6 copas
Marco las iniciales de los invitados con rotulador permanente en las copas de plástico desmontables, culo rosa por un lado, vaso blanco por otro. Sólo seis personas tienen copas con iniciales. Los demás beben de vasos de plástico normales. Un hombre pone sus iniciales incluso en ese vaso.
Hay
más de dos parejas, pero sólo dos con copas marcadas. Unas las marqué yo. Las
de la otra, ellos mismos. La de Maite tenía dos grandes emes redondeadas; y
faltaba la tercera eme.
Al
recoger la mañana siguiente, dos copas, las de Marcela e Iván, estaban juntitas
sobre mi escritorio. Las de Maite y Joan juntitas sobre la nevera. La de Maria
S, al lado del fax y tras una lata de coca-cola, con dos trozos de limón bien
entrelazados dentro. La mía aparece en el suelo, bajo la mesa, desmontada,
junto a unas manchas de vino reseco.
Microrrelato 4
Calle Martínez de la Rosa. Centro cultural estilo ocupa.
Muebles rescatados de contenedor y una nevera. Gente que espera a que pongan la
película. En un sofá, en sillas desparejadas. Una chica le pregunta a un chico:
—¿Cómo estás?
Y él dice que está deprimido con
una sonrisa de oreja a oreja.
Acaba la película y quitan el
panel que es la pantalla. Detrás se abre una puerta que da a un patio donde hay
una especie de pirámide hecha de lo que parecen ser espaguetis. Sobre la
puerta, un cartel de letras antiguas dice “La rosa de Martínez”.
Un chico pequeño, algo calvo, con
perilla y cara de simpático me mira. Lo miro. Intercambiamos unas palabras
dentro, otras palabras fuera. Me encanta, pero no sé qué hacer. Y no hago nada.
Me voy a casa y la he cagado. Igual que la cagué cuando no fui a aquella cena.