21/12/09

Calmantes

Estoy en Fnac con Roberta y una amiga suya alemana que yo no conozco todavía. Ella le pregunta a Roberta que si tiene una aspirina y yo busco en mi bolso de trabajo y saco una funda de carrete de fotos llena de pastillas de todos los colores y tamaños, casi todas medicamentos genéricos que conservo desde EEUU, y que van de los analgésicos a los complejos vitamínicos. Hay también algo de cosecha nacional y reciente: un par de Fastum y un Pharmatón Complex que es como una habichuela roja. Yo le he asegurado que el Fastum es para dolores musculares y otra blanca y roja que recuerdo muy bien es lo mejor que hay para el dolor menstrual, pero no se ha fiado de mí. Ha visto unas de color teja con la inscripción I-2 que dice que parecen éxtasis, aunque estoy casi segura de que es ibuprofeno. Conclusión: no volveré a sacar esas pastillas en un lugar público, concurrido y bien iluminado, como es Fnac entre el café y los periódicos.

Pero acabamos siendo buenas amigas, Dorett y yo. Seguro que ahora se fiaría de mis pastillas sin marca. Habíamos quedado para este domingo tonto. Hemos tomado un café, nos hemos hartado de hacer cola para una película que estaba agotada, la chica quería cócteles y yo vino, y hemos acabado comprando una botella de vino y unas patatas en un Opencor cerca de mi casa. Cuando estamos Dorett y yo en Plaza Catalunya, dice con cara de asco que teme que cuando vuelva a Barcelona va a estar todo lleno de letreros luminosos verdes, porque desde ese punto al lado del Corte Inglés se pueden ver otros dos cortes ingleses. Y es que ya sabes como es el Corte Inglés. Y luego, al comprar el vino y las Ruffles, sale ella con la bolsa de Opencor, y dice:

-Ahora ya puedo ir feliz con esta bolsa, como esas mujeres, que salen a la calle con la bolsa de Zara, pero tiene que ser Zara. Quizás debería coger un rotulador gordo y tachar este letrero y escribir ZARA. Zara para pobres.

-Desde luego. Además, lo vas a ver en cualquier museo de arte moderno cualquier día. Por cierto, ¿sabías que Opencor es del Corte Inglés?

***

Vino y Ruffles; ésa ha sido nuestra cena, y de postre el resto de una botella de Khalúa que me quedaba, con leche y canela, y hablando, hablando hasta la hora que se acaba el metro. Ahora estoy un pelín borracha. Nos hemos contado la vida y nos hemos hecho confidencias, hemos reído y reído.

Al día siguiente, sorprendentemente, no tenía resaca. Pero definitivamente, prefiero el ardor.

22/11/09

Y cortó con estilo

Sentada en la barrita delantera del bar gracioso de la calle Vaya Cuesta, como en un escaparate, viendo a la gente que pasa. También a la gente que entra. Ha dudado entre pedirse el cóctel en tamaño normal o en una copa de vino (ponen cócteles grandotes en la happy hour).

—¿Te lo hago flojo?—pregunta la camarera.

—Me preocupa, más que el alcohol, el volumen—de hecho, el alcohol lo necesita.

Al final va a ser cóctel tamaño normal, y espera que de fuerza normal.


La charla de los traductores ha acabado más de una hora antes de la hora fijada para la cena. No puede estar plantada mirando a los demás o en un grupito fingiendo que le interesa la conversación. Más que nada porque no sabe (ni quiere) fingir. Pase, mientras saludaba a los que no van a la cena (alguna a quien tenía que haber reclutado, ahora lo sabe). Luego, ha buscado este sitio que sería su salvación durante media hora. O más.

Un año o no se sabe cuántos meses antes, se rajó. Se fue del restaurante. Por la razón equivocada. Muy equivocada. Una razón que le sirvió de excusa para perderse otras cosas que le hubieran servido de algo en la vida. Hoy se quedará aunque se equivoque. Porque ahora hará lo que tiene que hacer en cada momento. Dirá lo que hay que decir. Declarará su independencia.

El tequila sunrise sabe a aspirina infantil. Por la granadina. No había zumo de arándanos para el cosmopolitan. Mejor. Zumo que sabría a bote. Mejor la aspirina. Las chirimoyas, por cierto, saben a otra medicina de la niñez: a aquel jarabe blanco resultante de la mezcla de un líquido y un polvo. Jugar al químico era el mayor atractivo del jarabe, mayor que el sabor. No el Benadryl, que era el rojo que sabía aún mejor, quién sabe si a algún licor que no conoce aún, o a zumo de arándano.

Pero no jugaba con el Quimicefa.

Y piensa, mientras bebe y observa: ¿Qué coño tanto tiene que hablar la gente? Qué pesadez con el aislamiento del traductor. Por dios, cuando se desaíslan son sacamuelas, por lo que se ve. Ella no es excepción, sólo que a ellos no los conoce, o no le interesan, o no les interesa. Ergo no les habla. Habla mucho en general, eso sí, aunque lo está dejando. Y lo más importante, le encanta estar sola también y no hablar. No hay niños corriendo por su casa, y no necesita mil respuestas a una pregunta simple.

Sólo un día más tarde, un jueves, habían pasado tantísimas cosas. Era casi medianoche, la misma hora que el día anterior al finalizar la cena, moderadamente divertida e informativa, y perfectamente inocua gracias al cóctel. Esta noche de jueves no hubo cócteles para paliar dolores. Sólo hablar con su mejor amiga (posiblemente la mejor amiga del mundo, que diría el anuncio), inaccesible casi siempre pero no hoy, que le detuvo el llanto y hasta le provocó la carcajada.

Antes de eso, había estallado a llorar amparada en la excusa de una película, sí, bastante triste. No la más indicada para el momento, pero conveniente para llorar impunemente en público. Se había estado reprimiendo desde las dos y media de la tarde exactamente, cuando se bajó del taxi tras definitivamente romper con quien a ella le había roto la cadena molecular del ADN de su personalidad. No había llegado a salir de la manzana, y el propósito de salir a comer fuera (y sola) seguía firme. No tenía qué cocinar ni ganas, pero sí hambre. Eso fue a las dos, justo antes de que él llamara y anunciara que vendría a recoger los papeles que le había pedido, a primera hora, que imprimiera como favor. De otra larga cadena de favores.

***

Caminaba en dirección a su casa debatiéndose entre subir y echarse a llorar a todo volumen, como en los viejos tiempos, o caminar un poco más y entrar en ese restaurante chino donde no hubiera jamás entrado en otras circunstancias. La idea a las dos menos cuarto era ir a uno más lejano pero bueno. Ahora, con menos tiempo y ojos llorosos, el restaurante que siempre le pareció malo era perfecto: no había mucha gente. No había mesas individuales, y se sentó en una tira de tres mesas, la más cercana a la puerta. Otra chica solitaria se sentó en la mesa del otro extremo de la tira, para luego mudarse hacia adentro al sentir el biruji que entraba. Los camareros un poco antipáticos. Una chica pelaba patas de pollo en una mesa al lado de la barra. La salsa agridulce era sólo agri, igual que la soja, y el vino era agua.

Perfecto. Otra vez mirando hacia la calle, a las luces y las sombras tras las puertas de cristal esmerilado. La tele con programación en chino era también ideal. El tono de los anunciantes de los próximos programas, el tono de todo, era igual que el de la televisión americana. Una cosa que aprender del día. Como en el bar del cóctel, haciendo tiempo mirando al cristal. La mañana había sido lluviosa y ahora salía el sol. Salió unas cuantas veces mientras comía. Y sólo eso: comer, vistazo a la puerta, vistazo a la tele. Despacio. Pudo con todo y ni se sintió llena.

—¿Quieres café?

—No.

—¿Helado?

—¿Has dicho helado?

—De chocolate…

—De chocolate. Hoy es día de chocolate.

***

Qué bueno estaba el chocolate. Como las trufas de la cena de la noche anterior.

Pero por la mañana, cuando él la había llamado al timbre para invitarla a tomar un cafecito «aquí abajo» (y para no perder la tradición, pedirle que imprimiera aquel documento que él no pudo abrir), ella pidió un croissant de crema.

—¿De crema? —la miró extrañado—, ¿qué te pasa hoy?

Normalmente era palmera de chocolate. Hoy no. Un croissant de crema que hacía juego con las legañas que apenas había podido deshacer.

Tanto se entretuvo en el chino que no pasó a tomar un buen cortado. Directa a casa a ver su culebrón favorito, que siempre veía (oía) mientras hacía cien cosas más. Hoy tampoco. Hoy tocaba emborracharse de sonidos e imágenes, acostada en el sofá. Luego, atendería un poco de trabajo urgente. La responsabilidad era su fuerte. Después, se volvió a acostar en la cama, a descansar y a esperar una llamada de trabajo o la hora de ir al taller de voz, lo que sucediera antes. Así, seguiría la borrachera con ejercicios de respiración, voz, y canto. Y se encadenaría con la película de drama social.

***

A las doce de la noche del miércoles volvía a casa tras la cena con una sonrisa en los labios. Un joven indio que intentaba ligar inició una conversación surreal que le sirvió para ya no sonreír sino reír durante el trayecto. Como se rió también (espaciando llantos) este mediodía hacia las tres menos cuarto, cruzando la calle hacia el chino, al recordar las palabras del hombre, minutos antes. Cualquier grupo de palabras de esas que pronunciaba con total convencimiento y seriedad, que ella se creyó a ratos y, a momentos, le desconcertaban por insólitas.

Que le «disfrazara» la razón de la ruptura, tuvo valor de decirle.

—No me apuñales así.

Apuñalarlo era decirle que estaba harta.

—No me digas que me aprovecho de ti. Dime «mira, te quiero, pero me haces daño, etc.»

El que un día le diera instrucciones de no enamorarse, ahora le daba instrucciones de cómo romper con él. Impresionante.

Ese lunes, justo antes de que él la llamara para invitarla porque «le sobraba una dorada» (o sea, la atraería a su casa, y otra noche más ella sentiría que no debería) había comprado dos rotuladores: quería el plateado, pero cogió también el blanco. Por deseo antiguo. No sabía para escribir sobre qué papel oscuro le serviría, pero lo quería. Se quedó con los dos. Plata y blanco. Cogió también un perforador para hojas que hacía agujeros en forma de corazón, y las cosas realmente necesarias que estaban en la lista y que ahora no recuerda, por supuesto.

Después del desayuno con instrucciones, y rápido porque él tiene trabajo, imprimió los papeles que suponían el favor de hoy. Ningún esfuerzo, pero pesaba sobre su persona. Remató un trabajo. Recibió una llamada para otro que sería su salvación por ahora. Atendió varios emails y exigencias de ese ordenador.

Metió las páginas impresas en un sobre blanco. Se dirigió a la estantería y cogió un gran libro de fotografía periodística y desgarrada, que a él le encantó (o hizo como que le encantaba) en una de las primeras citas, cuando siempre venía a casa de ella, seguramente porque aún no había pasado el filtro que le daría el sello de aprobación para tener el honor de llevarla a su casa. Sacó del armario un papel de regalo plateado. Abrió el libro y leyó la notita de color naranja en la que un día, hacía ya tiempo, había escrito la dedicatoria-despedida y que hasta ahora nunca tuvo cojones —ni rotulador blanco— para escribir en la página negra que seguía a la tapa dura. En la parte de atrás de esa misma hoja, con el rotulador plateado, y aunque fuera sólo por probar, escribió: I want out! Envolvió el libro con cuidado y lo metió, junto con el sobre blanco, en una bolsa también blanca de la medida de los dos paquetes. Dejaba el pedido listo para cuando el hombre tuviera un momento en su agitada vida para venir a recogerlo.

Nunca se sabía cuándo se daría ese momento, pero últimamente había mostrado un poco más de consideración con ella, avisándola con antelación de cualquier actividad en la que se viera implicada. Un detalle. Por eso la llamó a mediodía, justo cuando ella salía a comer, para anunciar que vendría por la tarde.

—¿Cuándo? A las seis tengo que salir.

—Pues esa es la hora que estaba pensando.

—...

—Espera, voy ahora entonces —y bromeaba con alegría.

—Venga, déjate de chorradas y te veo abajo —seria, harta, y cogiendo la bolsa blanca.

Las bromas de siempre y el «vamos a comer juntos» esta vez no funcionarían.

—No, no vamos a comer juntos.

—¿Qué te pasa? Cuéntame.

—Mil veces te lo he contado, ya no te lo voy a contar más —no había más que explicar, que quejarse, que entender. Tras acordar no llamarse más, le entregó los papeles que miró por encima. El libro se quedó en el taxi, dentro de la bolsa.

La dedicatoria no era ya muy oportuna. Pero tampoco fueron oportunas tantas y tantas palabras pronunciadas por él repetidamente durante el primer año de la relación.

«Un día me dijiste que no me deshiciera nunca de este libro. Pero yo creo que es justo y necesario deshacerme de él para ponerlo en manos de alguien que lo aprecie.» Como era justo y necesario romper una cadena y poner en sus propias manos las riendas.

Cómo cambian las cosas

Ahora que estoy lista para dejarlo,

dice él "sólo falta que me dejes”.

Ahora que no recuerda que despreció y evitó,

quiere él estar encima y congraciarse.

Ahora que necesito estar conmigo y por mí,

quiere llevarme un fin de semana a Londres, o a Dublín.

Vuelve al ego crecido

y cree que su sonrisa es suficiente

y me canta por Sabina

que mi boca ya no busca su boca.

Queda como un señor diciendo que no llama más

y a la que llamo compra sin consultar entradas

para Georges Moustaki, que yo creía muerto ya.

Ahora sólo falta que me cante el Ne me quite pas

a grito pelado y en el pabellón auricular.

¿Tendré que ser desagradable?

¿O podré resistir con estilo?


La era del cóctel (enero 2007-octubre 2008)

Las entradas de noviembre son cosas antiguas que ya se pueden airear. Como todas mis entradas, que no soy yo aquí reportera dicharachera de la actualidad. Y además, las tres entradas de noviembre son en honor a Maribel. Toma.


12/10/09

Puertas deslizantes

El Centro Comercial había quedado en penumbra. Clara salió del baño y se lanzó en busca de una salida abierta. Sus pasos retumbaban en el silencio. Parada ante la segunda salida que encontró, con la esperanza de que sus puertas se deslizaran ante ella, se fijó en una sombra humana, pero no se atrevió a volverse a comprobar a quién pertenecía. Siguió caminando pegada a la pared, casi aguantando la respiración. El maniquí que ella no había querido mirar sonreía a sus espaldas. Una respiración casi jadeante llegó hasta sus oídos, pero su propio corazón alterado le hacía dudar que fuera real. Caminó más deprisa, intentando no parecer asustada. La máquina de refrescos en ningún momento intentó perseguirla. Dio un grito al ver una pierna que asomaba del pequeño contenedor junto a la tercera puerta, que tampoco se abrió, antes de comprobar aliviada que era el resto de un maniquí. Cogió la pierna de plástico, y la sujetó bajo el brazo que no llevaba bolso. Al llegar a la cuarta puerta, y comprobar que no abría, el pánico se apoderó de ella. Cuando oyó la voz del guardia de seguridad que decía “señora…”, no se paró a descifrar el significado. En un milisegundo se aferró instintivamente a la pierna de maniquí y con una torsión del tronco le atizó con todas sus fuerzas al hombre, que quedó tendido inconsciente. Tras comprobar que respiraba y sin pensarlo un segundo, rompió el cristal de la puerta con la pierna, haciendo que saltara la alarma del Centro Comercial. El despertador sonó y nunca se había alegrado tanto de despertarse. Su marido, en cambio, tuvo que llamar al Centro Comercial donde trabajaba de guardia de seguridad para decir que no iría; se había levantado con un horrible dolor de cabeza, como nunca había conocido.

11/10/09

El hombre de las mascotas

(Providence, RI, año 2000) 
-Mira a ese hombre que entra con el conejo de peluche. Se subió un día a mi autobús cuando salía del trabajo en la oficina del correccional. 

Tenía aún la etiqueta puesta, pero eso sí, lo sentó cómodamente en el asiento a su lado, que era para pagar otro pasaje. El conejo era tremendo, blanco y rosa, y por entonces entrábamos en Pascua, así que no me chocó demasiado. El hombre era también grande, y empezó a no parecerme muy normal por la conversación en torno al conejo que inició con otros pasajeros. Me recordaba a Ignatius Reilly de La conjura de los necios. En lugar de bigote tenía gafas. En lo demás, podía perfectamente llamarse Ignatius. También tenía una madre, creo, que lo acompañaba a veces. Aunque quizás el de la madre era otro de los hombres-niño que a veces iban en los autobuses de Rhode Island. 

 Ahora, Carmen y yo estábamos en la terraza del Starbucks y él había entrado, conejo en brazos. 

-Hostia, si yo lo ví salir de CVS con él y creía que lo había comprado para un niño. 
-Pues creo que no, porque la prisión no queda cerca de aquí, y allí estaba él con el conejo. 
-Mira dónde lo ha colocado. Hostia, cómo está el tío. 
-Como una regadera. 

El conejo estaba bien sentado en la pequeña plataforma de la barra donde ponen los cafés que la gente va pidiendo. Pascua ya había pasado hacía unos dos meses y estábamos disfrutando del sol en la terraza de la cafetería. 

Al rato sale el hombre con el conejo en brazos y con dos cafés en la bandeja de cartón de Starbucks. Bromeamos sobre si es un café para él y otro para el conejo, pero en realidad no descartamos ninguna posibilidad. 

Otro año, otro marzo, estamos otra vez en Starbucks, y esta vez no hay sol que disfrutar, por supuesto. Pero mira, las atracciones están disponibles todo el año. 

-No lo puedo creer, Carmen, mira quién sale de Newport Creamerie. 

La nieve de las últimas tormentas no se ha derretido aún, pero nuestro Ignatius sale de la heladería con dos batidos de helado marca registrada de la Cremerie: los "Awful, Awful"—cosas de Rhode Island. La mascota esta vez es distinta. 

-No, si otra cosa no, pero sentido de la temperatura, lo tiene. Éste va por estaciones, todo bien conjuntado. 

-Nada de cafés que puedan contrastar con las temperaturas externas. 
-Y preparado, con la mascota justa para los contratiempos que puedan presentarse. 

El hombre se aleja cuidadosamente por la acera helada, los batidos en la bandeja, y un enorme San Bernardo de peluche bajo el otro brazo.

20/9/09

El día que me compararon con Dudley Moore

Son las 3 de la mañana y me despierto sobresaltada pensando que me he despertado a las 3 de la tarde una vez más, ya que el jet-lag parece haberme afectado esta vez. O es que tengo una habitación interior donde no me entero ni del día ni de la hora si no quiero. Hace un tiempo buenísimo, y han florecido montones de hombres en bicicleta. Mi abuela murió el lunes pasado, una hora después de que yo llamara desde casa de Cuca. Eso explica lo parco en palabras de mi hermano aquel día. Y yo haciendo la cabra por el otro lado del mundo. Casi me siento culpable.Qué cabrona la tía de Air France en el aeropuerto, que me hizo facturar una maleta de más, cobrando los correspondientes 100 dólares, y además me hizo pasar ropa de una maleta a otra, como si eso fuera a cambiar el peso total del equipaje, exponiendo mi ropa interior y cositas inexplicables en pleno aeropuerto, y restregando así los pantalones negros por el suelo antes de empezar el viaje transatlántico. Por no hablar de tener que llevarme el ordenador portátil bajo el brazo, que finalmente metí a la fuerza en el bolso cuadrado de peluche (igualito al oso que tenía mi hermano de pequeño) para protegerlo durante el vuelo. Y todo lo que había en el bolso, pasó a la bolsa de la manta del avión. Tal era la incongruencia de mi equipaje de mano, que me colocaba en una extraña categoría entre la bag-lady y la ejecutiva agresiva. En el aeropuerto aún intenté, bolso de peluche en bandolera y ordenador portátil bajo el brazo, comprarme una maleta para el ordenador y todo lo que me compré fue un pincelito para el eyeliner de 16 dólares (¿me había vuelto loca?). Y en la tiendita de perfumería en cuestión había seres realmente extraños. Un hombre que es lo último que esperas encontrar en una Body Shop, tanto menos en una tienda más sofisticada del Aeropuerto Logan. Una mujer como la rubia de Absolutely Fabulous (acento británico incluido), que me cobró el pincel, y otra como madre de George Constanza, pero más parecida a la muñeca que tenía su novia y cejas como las que Elaine le pintó a Uncle Leo. Se acerca y me dice, con otro acento extraño:
-Perdone, señorita, ¿no le han dicho nunca que es igualita a Dudley Moore?
-¿Quién?- digo para mí, pero entienden mi rostro.
-Dudley Moore, el actor de Hollywood. ¿No podría ser su hermana? -le pregunta a la otra, que está completamente de acuerdo. Yo no tengo la más mínima de quién es el tipo, pero sospecho que no es de mis favoritos, y que es un poco raro (but very funny, según ellas). La curiosidad me pica y la rubia alta me escribe el nombre en una tarjeta de la tienda. El pincel que he comprado, eso sí, es de la mejor calidad. Hago una búsqueda en Internet y he aquí el tipo. Lo reconozco en seguida.




-¿Cómo se le puede decir a alguien algo así?-Bueno, chica, yo veo el parecido. Cuando he tenido una mala noche y estoy un poco demacrada, lo veo. Se lo cuento a unas compañeras del trabajo que me salió en el verano y se mean de la risa. Parece que ellas sí conocen al actor. Ven más cine de audiencia.
-¿Llevabas el pelo como ahora?-Más o menos.
-Pues por eso es.
-Pues por eso será.

***

The day I was compared to Dudley Moore (2002 or 2003)

It’s 3 a.m. and I wake up in a sweat, thinking I woke up at 3 p.m. once again, since the jet lag seems to have had an impact on me this time. Or maybe it’s just that in my secluded bedroom I can never know what the day or the time is if I don't make an effort.

It is getting warmer and brighter outside and tons of men on bicycles are springing in the streets. My grandma died last Monday, an hour after I called her from my friend Carmen’s. That would explain why my brother was not as talkative as usual that day. And I was fooling around in a frenzy at the other side of the pond. I feel guilty, almost.

What a bitch, that Air France hostess at the airport; she made me check an extra suitcase, with the corresponding extra $100, and on top she had me transfer clothes from one suitcase to another, as if that was going to change the total weight of my luggage, so I had to expose my underwear and uncanny thingies in the middle of the airport, as well as dragging my black pants on the floor prior to starting my transatlantic flight. Not to mention having to carry my new laptop as a purse. I finally managed to force it into the squarish plush handbag (exactly the same color and texture than my brother's stuffed bear) to kind of protect it during the flight. And everything that was in that bag, I transferred to the bag containing the blanket in the airplane. Such was my carry on luggage’ incongruence, that placed me in a strange class between the bag-lady and the executive.

At the airport I still made an attempt, plush shoulder bag crossing my chest and my arm grabbing the laptop, to buy a carrying case for the laptop. But all I got to buy was an eyeliner brush that cost 16 dollars (Had I gone mad?). And the inhabitants of the little make up store were weird beings. A man, which is the last thing you expect to see in a Body Shop, much less in a more sophisticated store at Logan Airpot. A woman that resembled the blonde in Absolutely Fabulous (British accent included) assisted me at the cashier. Another shorter older woman, who resembled George Constanza's mother, but closer to his fiancée’s doll and with eyebrows like the ones Elaine draw on Uncle Leo. She approaches and tells me with a strange accent:
—Excuse me, lady, have you ever been told that you look just like Dudley Moore?
—What? —I said to myself, but I guess my face translated right away.
—Dudley Moore, the Hollywood actor, couldn’t she be his sister? —she asks the other woman, who totally agrees.
I don’t have the faintest idea who the guy is, but I suspect he is not one of my favorites, and he's kind of weird (but very funny, according to them). It piques my curiosity and the tall blonde writes his name down on a business card. The brush I bought I am completely satisfied with, though—top quality. I do an internet search and here is the guy. I recognize him immediately.

—How could they tell you something like that? —says my best friend.
—Well girl, I can see the resemblance. When I’ve had a bad night and I'm looking gaunt, I can see it.

I tell the story to some coworkers at the job I had in the summer and they are rolling with laughter. They definitely knew the actor. They see more commercial films, apparently.
—¿Did you have this same haircut?
—More or less.
—That’s why.
—Well, sure that’s why.