Ayer cumplí 56 y fue uno de mis cumpleaños más duros. El día
anterior lloré poquito muchas veces. Mi indecisión de siempre estaba
superencabronada.
La clase de yoga acababa a la una, y lloré en la «relajación» final, porque pensé que el ruido del cuenco, que me
gustaba tanto, hasta me molestaba. Después pensé que era sobre esa hora cuando nací, la una de la tarde, 10 minutos más o menos, porque mi casa estaba al
lado de la vía del tren. Y eso es lo que me han contado. También pensé en que
aquel día de 1967 también era miércoles.
Y la diferencia de esas lágrimas
contra otras de la misma clase de yoga años antes, dolía. Pero me esperanzaba.
Con la ayuda de amigas y madre salí de un agujerito con remolino. Sabía cuál
era mi fallo, pero me lo negaba.
He dormido hasta las cuatro, cuando
me he despertado por hambre y he procesado cosas, tomado decisiones, comprado
dos billetes de tren y al final me habré dormido como a las siete, con
despertador para las nueve, porque hay que aprovechar la vida.
Y el susto que me he
pegado al levantarme, que voy al baño y me aparto el flequillo, pero seguía
intentando apartarme un pelo de la frente, hasta que me he dado cuenta de que
era una arruga nueva que me había salido entre las cejas, como una comba; una
cara de mala leche que me quedaba... Y he cogido la cremita de ojos con ácido
hialurónico y me he dado ante el espejo del balcón, arrastrando hacia arriba
con los deditos. No ha permanecido, aunque ha tardado un buen rato en irse. Pero
es una señal para el futuro.
Voy a tener que dejarme crecer el entrecejo o ya ponerme
gafas progresivas en ese momento. No hay mal que por bien no venga, o sálvese
quien pueda. Todo bien.
Una semana después, por la mañana, decido ser feliz.
No hay comentarios:
Publicar un comentario