Nunca me ha interesado la lotería e incluso la desprecio. La desprecio gracias al concepto que me explicó mi suegro americano–vaya, no tengo otro, de momento- , cerebral y mecánico. Como persona lógica que soy, pragmática por naturaleza y -según mi suegro también- más inteligente que un elevado tanto por ciento de la población, comprendí e interioricé la teoría cierta pero que muchos eligen ignorar sobre cualquier juego de azar: las posibilidades de echar tu dinero a la basura son infinitamente mayores que las de ganar un premio sustancioso. Obviamente, si el provecho no fuese magro para los casinos, los proveedores de tragaperras y los gobiernos, no habría lotería. Mi suegro, como buen creyente en el sueño americano, está convencido de que si tú vales y te esfuerzas, ya ganas el dinero necesario. Incluso el no necesario, y él era un ejemplo, y hay muchos ejemplos. La suerte no merecía consideración alguna en su esquema mental. Y yo, que siempre me pongo en lugar de unos y de otros, entendía perfectamente sus razonamientos. Yo nunca fui forofa de la lotería, pero sí mi familia. Y a todos los que conocía en el pueblo, círculos de clase media tirando a baja. Concretamente en mi familia, desde que tengo uso de razón, siempre hemos ido justos, y por eso yo pensé que la lotería era simplemente una esperanza no exenta de razón. Además, jugaban lo justo, todo con medida en mi familia. No era vicio, sino necesidad. Así que… entiendo una clase social y otra, una sociedad bien informada, y otra menos informada-cuestión de clase social y medios, lo cual, aunque mi suegro no lo crea, está relacionado con la suerte. La suerte de haber nacido en un país más o menos desarrollado. Y dentro del país supuestamente desarrollado, siempre lo digo, en el barrio adecuado. Eso es cierto para los EEUU, y pensaba yo que en España corríamos mejor suerte. Pero todo está cambiando, ahora vamos a lo mismo: diferencias cada vez más grandes y barrios que se segregan, colegios que se segregan… pero esa es otra historia. Entonces, mi familia americana media-alta y mi practicidad y laboriosidad nos llevábamos de perlas y nunca sentí la necesidad de comprar papelitos ni rascar cartoncitos. Es curioso que en EEUU la lotería que hay es del tipo “rasca y gana”, que me parecía tan infantil y que sólo había visto comprar a los más pobres. Este tipo, que no había visto antes en Alicante, resulta que es de lo más normal en Cataluña. Me chocó, y ahora que se acercan las navidades, cual fue mi sorpresa cuando en la empresa donde trabajo, llena de profesionales jóvenes, con carreras y profesiones que yo aseguraría les tienen satisfechos, se sacó el tema de la lotería de navidad. Hay que joderse. Ahora resulta que tengo que gestionar este deseo de más fortuna, definitivamente universal. Ha sido duro comprobarlo, y más duro tener que comprar medio décimo, porque estás ahí y si tocara no te lo perdonarías, lo cual obviamente es el mejor gancho que hay para propagar la “afición” ludópata. Como aquí el individualismo no cuenta y hasta se ve mal, te sumas al borreguismo, yo la primera, llevada por la semillita de la superstición que no en vano te plantaron desde chiquitita, que tenemos muchos años de catolicismo, culpa, hambre y esas cosas exquisitas que se graban en tu subconsciente en los tres primeros años de vida. Es digno de mención también que hay personas en aquel edificio que vienen de otros países, mayormente nórdicos, y que no responden al estímulo, y bien que hacen. No tendrán la semillita. Y luego están los intermedios: dos empleadas y dos autónomas que nos hemos emparejado de forma totalmente natural y sencilla para compartir un décimo. Porque si tirar diez euros no nos hace gracia, menos nos haría tirar veinte. Y que si toca, yo no sé las otras, pero pienso yo: Si nos tocan 100, como me aseguran pasó el año pasado, ni cien ni cincuenta me sacan de la miseria. Si nos toca una cantidad respetable de esas que no caben en mi imaginación, lo mismo me va a dar que me toque equis, que equis entre dos, porque tampoco sabré que hacer con el dinero. No tengo planes de comprarme un coche ni un velero ni dar la vuelta al mundo. Ni siquiera sé gastarme el dinero en ropa o zapatos caros. Lo intentaría, pero seguramente lo que acabaría haciendo será invertirlo en concentrarme más en, o prepararme más para, ganarme la vida haciendo lo que me gusta: la mayor ilusión que puede tener una laboriosa hija de trabajadores, que diría mi padre. La mayor lotería que me podría tocar.
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