24/1/06
Profesiones
Quizás no todo tiempo pasado fue mejor, pero echo de menos algo de la simplicidad que existió en otros tiempos y que yo apenas conocí. Por ejemplo, eso de las personas y las profesiones. Estaba pensando en los hermanos de mi abuela materna, todos conocidos desde siempre por el nombre de pila y el mote que viene de su profesión: Francisco, o ‘el barbero;’ Jaume, o ‘el carnicero’; Toni, o ‘el herrero’. El padre y el hermano de mi padre, a quienes nunca conocí, eran marineros. Probablemente por eso mi padre cambió de profesión cuando era aún prácticamente un niño y ya había sido marinero durante un tiempo. Se hizo pintor, otra profesión de una palabra. Mi tío Paco, por el lado de mi madre, es –aún, milagrosamente– carpintero. El tío Toni tuvo que renovar su título para acomodarse a los nuevos desarrollos del sector: pasó de hacer ventanas, balcones, y puertas de hierro, a hacerlos de aluminio. Mi hermano y mis primos no tienen profesiones. Algunos tienen suerte de tener un trabajo. Y sólo pueden llamarse electricista o mecánico, o instalador de antenas, mientras les dura el trabajo.
Mi familia ha sido una familia de trabajadores literalmente. Sólo trabajaban, y todos normalmente usando las manos. Si no he mencionado a las mujeres aún es simplemente porque hablaba de tiempos en que las mujeres no tenían trabajos. Trabajaban, eso sí, pero eso no les daba dinero, ni título. El padre de mi abuela, el padre de todos esos hombres con profesiones, no tenía profesión conocida. Sólo recuerdo lo que me contaba mi abuela. Que se fue a Francia, supuestamente para trabajar y mandar dinero a la familia, pero no funcionó así exactamente. No llegaba mucho dinero de Francia, pero engendraba un nuevo hijo cada vez que volvía de visita. Y cada vez que volvía, volvían las palizas para su mujer. Para una mujer que no tenía tiempo para las imaginarias infidelidades que eran sólo un reflejo de las suyas propias. Una mujer sin profesión pero con muchos trabajos: criar a siete hijos, trabajar en el campo para mantenerlos, hacer las faenas domésticas, y hacerlo todo de forma que sus hijos pudieran un día arreglárselas solos.
Desde luego, arreglárselas solas no era una opción aún para las hijas. Sólo podían optar a un marido y a unos hijos. Uno de esos maridos era una copia exacta de aquel padre. Otro, dejaba mucho que desear. El tercero, mi abuelo, a quien yo siempre aprecié, estaba no obstante impregnado del machismo reinante en la época y tan fuerte aún en el presente. Se daba por hecho que ellas tenían que trabajar dentro y fuera de casa, y criar a los hijos. Ni hablar de profesiones. Ahora que lo pienso, sólo una de esas mujeres tiene, como sus hermanos del sexo masculino, un adjetivo calificativo como mote dentro de la familia. A diferencia de ellos, no se refiere a una profesión. La tía Francisca ha sido siempre "la coja", desde que un accidente de niña la dejó atada a sus muletas para siempre.
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